domingo, 31 de julio de 2016

La simpleza de Miguel



La historia de Miguel es corta pero me enseñó más que un libro de trescientas páginas. Lo conocí al llegar al albergue en el que iban a dormir Viviana y Alejandra.
    Sólo iría a Bs. As para conocer la cancha de San Lorenzo— dijo, mirando al cielo como si se viese a si mismo ahí—. Mi padre era fanático de los matadores.
Luego de asentarme en el lugar, me invitó a cenar. Nos subimos a su auto y fuimos a conocer su pequeño pero enorme pueblo. Geográficamente pequeño pero culturalmente enorme. La iglesia, el cementerio, algún comedor y la plaza. Me dijo, sobre la marcha:
      — Mejor vamos a otro lugar a comer— y encaró para una subida oscura que era tibiamente iluminada por un foco a unos cincuenta metros.
Mis prejuicios otra vez salieron a flote. Sería hipócrita no reconocer que, a pesar de haber accedido, tenía alguna duda del lugar donde me llevaba. Entramos a un cuarto donde había algunas mesas, un mostrador y dos hombres comiendo. Al ingresar, Miguel saludó al hombre detrás del mostrador y pidió dos lomitos. A partir de ahí, con la simpleza que afloraba, me di cuenta de que el raro  y negativo era yo. Me solté y hablamos de sus hijos, de que el era fanático del fútbol y un “aguerrido marcador central”. De que su hijo se había ido a probar suerte en un club en Buenos Aires y que su hija estudiaba biología en la universidad de Salta. Él era oriundo de Cachi, docente, y había trabajado en todas las escuelas de los valles calchaquíes. Además, era un pintor nato:
         —Es un don que me dio dios.
Dijo que pintaba por hobbie y que en Cachi lo conocían todos por ser amigable y solidario. Yo preguntaba y escuchaba cada palabra de su historia, que era mucho más rica que la mía, que la nuestra. Se lamentó por no poder regalarme un óleo ya que yo me iba al otro día.
         —Pinto con los dedos, hago paisajes— exclamó, entre sonrisas.
Yo estaba cansado por el largo día de espera en la ruta. Decidimos volver. Mientras, aprovechó para contarme que en Cachi vaya al hostel "La Mamama", que era de su hermano. De nuevo en el albergue, nos despedimos. Antes, en un papel, anotó su nombre, la dirección de su casa y su teléfono. Por mi parte, hice lo propio y le prometí que volvería en el verano.
          —Voy a llamarte cuando esté aburrido— me dijo.
Tenía ganas de abrazarlo. Por su simpleza, por su sabiduría, su amabilidad y también por esa contradicción interna que yo llevaba y él se encargó de derrumbar. Un cordial pero afectuoso apretón de manos bastó para despedirnos. Miguel pintó una de las emociones más fuertes de mi vida.

« ¿Habrá un momento mejor que éste?» pensé. No lo sabía, pero en menos de un día en Seclantás me llevaba mucho mas de lo que podría haber aprendido durante meses en casa. 

Fragmento de crónicas viajeras.

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